El corcho en las botellas de vino

El corcho forma parte de nuestra vida cotidiana desde muy antiguo, casi podríamos decir que desde siempre. Documentos escritos de diversas culturas hacen referencia a la utilización del corcho como instrumento de pesca entorno al año 3000 a.C.

Los primeros indicios de la utilización del corcho para el taponado del vino datan ya del imperio romano; las ánforas que servían como recipiente de almacenamiento y transporte se tapaban con corteza de alcornoque envueltas en brea o resina.

Pero realmente no fue hasta el S. XVII cuando este elemento se introdujo de forma industrial para el taponado de vinos. El monje benedictino D. Pierre Perignon, a quien se atribuye el descubrimiento del champagne, se vio en la necesidad de introducir tanto la botella de vidrio como la de buscar un taponado hermético para evitar la pérdida del carbónico producida por la segunda fermentación característica de esta técnica.

En un viaje a la abadía benedictina situada en Sant Feliu de Guixols (Gerona), descubrió la solución a sus problemas; allí utilizaban el tapón de corcho para cerrar las cantimploras de la época. Era cónico y no cilíndrico como ahora, ya que su taponado era manual.

El corcho se extrae de la corteza de una variedad de alcornoque, el Quercus suber L, que es una de las 300 variedades de roble conocidas. Esta especie necesita temperaturas invernales suaves, terrenos de pH ácido, altitud inferior a 700 mts y una pluviometría débil, para que el crecimiento del árbol sea lento y garantice un mejor ensamblaje de la madera. Su hábitat natural es la cuenca mediterránea occidental.

Existen distintos tipos de corchos. Los de vino suelen tener un diámetro de estándar, de 24 milímetros que llega a comprimirse hasta los 18 al introducirse en la botella. El más caro o “flor” puede llegar hasta los 53 milímetros de largo.

Cuanto más largo será más resistente, y permitirá que el vino resista durante más tiempo. Para la conservación de vinos de reserva y gran reserva se utilizan corchos de primera calidad que oscilan entre los 45 y los 55 milímetros de longitud, que deben sustituirse transcurridos varios años.

Los vinos jóvenes o de crianza llevan corchos de unos 44 milímetros y los vinos más corrientes pueden llevar corchos de conglomerado, fabricados con amalgamas de fragmentos de corcho. Los de cava y champán, por su parte, suelen ser más anchos, de unos 31 milímetros, para poder resistir mejor la presión del gas carbónico.

Para que el corcho no se estropee con el tiempo, hay que evitar que se seque, colocando las botellas horizontalmente, y conservarlo a una temperatura no superior a 18ºC, ya que cuanto más aumente ésta, antes se aceleran los procesos de envejecimiento y habrá más evaporación a través del tapón.

Por otra parte, conviene cambiar el corcho de la botella transcurridos unos 15 años, operación que, en principio, no suele alterar las características del vino.

Otras veces, sin embargo, el corcho viene con defectos y el caldo se estropea adquiriendo un olor a tapón conocido como “bouchonnè”. Esto suele deberse a mohos que existen en la corteza de los alcornoques o simplemente a que están mal hechos, dejando poros por donde entran aire y bacterias que dañan el vino.

Por eso, algunas bodegas recubren sus corchos con parafina que, una vez tratada, resulta inodora, insípida e impermeable. También se utiliza para sellar y rellenar las posibles grietas que tuviera el corcho.

Cuando se sirve el vino en la mesa, conviene observar el corcho. Si es un vino viejo, de buena calidad, éste estará oscuro en su cara interior, mientras que cuando se trate de un vino joven tendrá color púrpura.

Si presenta alguna mancha a lo largo del tapón, eso quiere decir que ha podido producirse un escape de vino o bien una entrada de aire. En ese caso, en el tapón aparecerán aromas a moho que luego se apreciarán en el vino.